2010

Hola, bienvenidos a esta trinchera, si es que hay alguien que viene...los fantasmas inexistentes y yo les damos la bienvenida. Un saludo y déjense sumergir en las entrañas...

viernes, 19 de noviembre de 2010

El Demonio que Arde (VIII)

Blanco.
Cuadros como colchones blancos. Cuatro paredes.
No podía mover mis manos. No podía taparme los ojos. Estaba como atado. ¿Es que todo había desaparecido de verdad? ¿Es por eso que no podía ver mis manos? Pero podía caminar. Así que caminé y choqué contra los cuadros acolchonados. Cerré los ojos y grité. Quería seguir caminando pero me lo impedían los malditos colchones blancos. Caminaba y caminaba pero no avanzaba. Después de horas de intentarlo inútilmente me tiré al suelo a llorar.
Y apareció de nuevo. Con su cigarrillo y su falda inservible. Me tomó en su regazo y comenzó a cantar una canción de cuna.
Lento.
Lentamente todo se fue desmoronando, los cuadros blancos, mis ataduras o camisa de fuerza, los brazos de mi madre. Yo.
Desaparecí, esta vez, para no volver a aparecer más. La llama se apagó y yo cerré los ojos para siempre.
O al menos los ojos de mi mente…

jueves, 28 de octubre de 2010

El Demonio que Arde (VII)

Llegamos al palacio del rey. Pasamos el lago y el puente. Los leones ladraban y yo sólo los miré con indiferencia. El rey estaba sentado en su trono, sus guardias me inspeccionaron los bolsillos, me quitaron mi espada, bueno, mi revolver. El rey me miraba entre molesto y desconcertado. Yo lo miraba tratando, inútilmente, de recordar. ¿Araña? Solté, antes de escuchar cualquier cosa de sus labios. Los guaruras se pusieron incómodos, uno tosió nervioso. Araña o el rey se enmudeció más, si se puede. Con un ademán dio la orden para que los guaruras salieran. Y salieron.

Araña se sentó en su enorme sillón. Me dio la espalda y la oficina empezó a llenarse de humo que expulsaba un grueso puro acababa de prender.
¿Qué haces aquí cabrón?
¿Qué te puedo decir? Pensé. Se me borró la memoria y estoy tratando de construirla a base de relatos de gente conocida pero olvidada por mi mente. Esto también lo pensé.
Se dio la vuelta y antes de que dijera cualquier cosa, le dije. No sé. Eso he venido a averiguar.
De pronto fue como si los pulmones se le hubieran llenado de cáncer y tosió como un enfermo. Se dio la vuelta y puso sus manos en el escritorio.
No debes estar aquí. ¿Dónde mierda están los Esquivel? Ya te los chingaste pinche loco ¿verdad? Me señaló una nota en el periódico que rezaba: “Los niños Esquivel siguen sin aparecer, a un mes de su secuestro.”
Vi la fotografía en el periódico. Entonces recordé algo, recordé a los niños que salvé.
Yo…
¿Pagaron el rescate?
Mi cabeza daba vueltas y vueltas, era una espiral violenta que no concedía pausas para pensar qué demonios estaba pasando.
¡Te estoy hablando cabroncito! ¿Dónde está el dinero? Gritaba Araña, al parecer, irritado.
Me senté en la silla. Y sentí como poco a poco todo lo que empezaba a asimilar desde el día que desperté en la cama de esa cabaña al lado de la joven amordazada, desaparecía, se iba desvaneciendo o mejor dicho iba cayendo en un hoyo profundo y oscuro que no tenia final.Me tallé los ojos con las manos, traté de decir algo pero todas las palabras, todas las ideas, todos los recuerdos y pensamientos se conglomeraron en mi lengua creando un muro que no me dejó ni balbucear.
Araña seguía soltando palabras pero no podía escucharlas, sólo escuchaba una algarabía de voces y un interminable zumbido. Yo lo veía con una cara de terrible confusión.Araña soltó un último grito y acto seguido se tiró al suelo, volteé hacia la ventana y vi como era detonada en mil pedazos, varios disparos entraron a la oficina. Me tiré yo también al suelo y entonces escuché lo que Araña gritaba.
Que me cubriera.
Un hombre tiró la puerta, vació su AK 47 contra el escritorio. Araña le correspondió con una descarga de su revolver.
El enfrentamiento acabó con el hoyo en la cabeza del hombre de la puerta y sus sesos pintados en la pared.
Araña me llamó y dijo que le ayudara a salir de ahí, tenía su pierna derecha destrozada por los disparos. Gemía de dolor. Me dio mi revolver, ahora, no tan reluciente y lo saqué como pude.
Dos gorilas armados disparaban afuera en el pasillo, no sabía si eran de los nuestros pero los acribillé con la maestría de un pistolero del viejo oeste.
Araña cayó al suelo y se retorcía adolorido. Encárgate de esos hijos de la chingada y después vienes por mí.
Asentí y como si estuviera acostumbrado a recibir órdenes.
Masacré a toda persona que estaba ahí. Algunos rogaban que me detuviera, que eran de los míos. No me importó. La llama de la que les hablé letras atrás había surgido del cofre oscuro en el que impaciente aguardaba y me consumió en su aquelarre. Sentí como ardía en cada partícula de mi ser, sentí como me dominaba.
Los casquillos de las diversas armas que tomaba cuando una no me servía, caían al suelo creando toda una orquesta de sensaciones que hacían vibrar mi corazón muerto y que evocaban en mi rostro una mueca de satisfacción mefistofélica.
Terminé cubierto de sangre. Regresé con Araña. Habla…háblale a… Antes de que terminara su frase, que me importaba un carajo, lo cubrí de plomo. Lo que quedó ahí no era un cuerpo humano, eran cenizas de un infierno en el que yo reinaba con poder y gloria. Era mi imperio de destrucción y yo era el demonio que ardía.

Sangre. Cubierto de sangre me senté, suspiré y conté hasta tres. Uno, dos, tres. Todo volvió a desaparecer.

miércoles, 29 de septiembre de 2010

El Demonio que Arde (VI)

Manejaba mi Jaguar. Si esto fuera una película, veríamos un flashback de mí dándole unos billetes a Mario, y él rechazándolos. Pero al final los aceptaba porque le decía que era su pago por todos los días que me cuidó. Unas lágrimas se desbordaron de sus cataratas. Antes de que me contagiara, escapé.
Regresamos a mí, manejando el Jaguar. Con una hoja y una dirección en la mano.
En realidad no sabía a dónde iba, pues no recordaba los nombres de las calles ni dónde quedaba cada cual.
Pero mi desorientación no era lo más interesante en ese momento, si no una camioneta negra polarizada que desde hacía algunos cientos de metros me seguía cautelosamente.
Frené y me detuve en una acera. La camioneta sorprendida de mi acción, me rebasó y se detuvo metros más adelante. Yo me quedé dentro del coche a la espera de la persona que le interesaba seguirme. Bajó un enorme hombre, de barba de candado y una panza que parecía desbordarse del cuerpo al que pertenecía. Me miró quitándose los lentes oscuros. Una inmensa curiosidad invadía su rostro. Y el mío por supuesto.
Caminó hacía mí y al fin se detuvo a mi lado. Yo tenía el cristal de mi puerta subido. Lo miraba como tratando de escarbar un recuerdo de él en mi enterrada memoria. El hombre tocó la ventanilla e hizo un gesto para que la bajara. Yo accedí a su petición.
¿José? Dijo él y el movimiento de sus labios descubrió el par de dientes de enfrente cubiertos de oro. ¿Sí? Respondí. ¿Qué haces aquí? Dijo él como si yo tuviera que estar ocupándome de asuntos más importantes que estar buscando respuestas sobre mi pasado. Eso quisiera saber. Le dije pensando en voz alta. El hombre me miró con un gesto de extrañeza. ¿Sabes dónde vive Araña? El hombre cambió totalmente su semblante, balbuceó algo y terminó por decir: Sígueme, seguro te va a querer ver.
El hombre arrastró sus pesadas piernas hacia su camioneta, se subió y arrancó. Yo hice lo mismo. Lo seguí.

domingo, 29 de agosto de 2010

Intermedio

Si tuviera el suficiente valor me inyectaría una sobredosis de heroína, tocaría rock and roll, tendría muchas mujeres, bebería vino hasta extasiar mis párpados, blasfemaría y negaría. Pero no. Sólo soy el que escribe estas palabras en un cuarto desordenado.

viernes, 9 de julio de 2010

El Demonio que Arde (V)

Alguien daba un sermón. Las bancas carcomidas por las polillas del tiempo, sostenían los cuerpos de unos pocos fieles.
Mi mirada recorrió el pequeño espacio que era utilizado como iglesia. Nadie me era familiar. Me disponía a partir cuando una arrugada y huesuda mano se posó en mi hombro con la calidez de un viejo amigo. Me volteé y lo vi. Un anciano encorvado, con cataratas en los ojos y las grietas de toda una vida en su piel. Joselito. Me dijo. Y ahí apareció, sentada en una banca, con la cintura torcida para no dejar de verme. Mi madre. Sonreía repugnantemente.
El anciano sin más prólogo me abrazó. ¿Cómo has estado? ¿Qué ha sido de ti? Veo que te ha ido bien. Estás bien grande. Si a ti se te graban estas frases porque seguro las leerás, a mí se me revolvieron en la mente creando una espesa masa que mi cerebro no pudo digerir.
¿Quién es usted? Escupí. Soy Mario, ¿no te acuerdas de mí?, ¿Para qué le miento? Pensé. No, le respondí. Te traía aquí de chiquito, a escuchar la palabra de Dios. Alguien que me reconoce, al fin. Volví a pensar, si se puede decir, alegre.
Yo tenía una tienda y te iba a cuidar cuando tu mamá salía. Decía Mario.
Mi mamá, apareció, usando su biblia como cenicero. Reía. Tenía ganas de…
Y siempre iban a jugar, Paquito, Jorge y Araña contigo. Aunque más que nada iban por dulces. Seguía contando mi nano Mario.
Paquito, Jorge y Araña, seguro eran de mi edad más o menos. Y seguro sabían en qué me convertí después de jugar con ellos en la tienda de Mario. Seguro sabían más que el anciano.
¿Y dónde están ellos? Pregunté, sin más.
Mario suspiro con una triste nostalgia.
Paco, lo mataron. Jorge dicen que se peló pa’l norte. Y Araña vive en una casotota en las afueras del puerto. Recitó el viejo con melancolía.
¿Tiene su dirección?

lunes, 7 de junio de 2010

El Demonio que Arde (IV)

No pregunten cómo, porque es irrelevante, llegué al hospital.
Encamillaron a los tres mancebos y los condujeron a urgencias. Después, huí. Tampoco pregunten por qué. No lo sabía. Sentí como si todos me atormentaran con sus miradas inquisitivas.
Huí, porque un alivio me empujó a irme.
No sabía dónde estaba. Pero era una ciudad triste y gris. Y si después supe el nombre, no lo mencionaré. Tenlo presente.

En un restaurante, bebía leche fría. ¿No quiere un galón mejor? Me dijo la obesa mesera que me llevaba mi veinteavo vaso de fría leche.

Caminé por la calle, y la noche me alcanzó. Me senté en una banqueta y me puse a mirar las luces de las farolas, de los anuncios de neón, de los coches al pasar.
Mi mente estaba en blanco, sólo, guardado estaba el desagradable recuerdo del cual no quiero hablar.

El Sur. El Puerto con sus violentas olas teñidas de sangre. Ahí pasé mi infancia. ¿Cuántos años se borraron de mis recuerdos?
No había dormido toda la noche anterior. Viajé como dieciocho horas. Estaba exhausto. Por suerte, mi cartera, repleta de dinero podía sustentarme un buen rato.
Empezaba a sentir el húmedo calor. Reconocí las palmeras en los camellones de la costera. Me detuve a cargar gasolina. Ya cuando la despachadora, que no dejaba de lanzarme miradas provocadoras, me dijo la cantidad que le debía. Saqué mi cartera y recordé mi nombre. Lo vi tatuado en mi licencia de conducir. Si te interesa me llamaba: José Guadalupe Maldonado Cruz. Un nombre más común no podía tener. Pagué y me largué de ahí. La sonrisa desagradable de la despachadora me despidió a través de el espejo retrovisor.

Llegué al barrio. Sí, el de mi niñez. Todo era igual, si no es que decadente. Recordaba las antiguas casas humildes recién pintadas, ahora, todo se reducía a graffitis y cuarteaduras. Caminé y llegué a donde solía ser mi hogar. Ahora, un terreno abandonado. Entré y me sumergí en los escombros de una infancia de la cual sería mejor no acordarse. Aquí no encontraría respuestas. Ya que los muertos no hablan y estaba de pie sobre un cementerio.

jueves, 27 de mayo de 2010

El Demonio que Arde (III)

Arriba, ahí me quedé, de nuevo, estático. ¿Qué hacía? ¿A dónde los llevaba? Ni siquiera sabía en qué lugar estaba, ni lo que ahí hacía.
Una puerta.
Corrí y como si fuera un héroe, pateé la puerta que vi y salí a un bosque. Estaba en la nada. Miraba hacia todos lados y sólo veía niebla y las copas de los árboles, que como monstruos se reían de mí.
De pronto una parte de la niebla se abrió y pude ver un lujoso coche negro. Mi salvación. La salvación de los niños.
Mis piernas comenzaron a temblar. Del frío. Me descubrí en ropa interior, con el pecho descubierto y emanando humo blanco.
No me importó, mi corazón seguía latiendo, anhelando proteger a los pequeños que llevaba cargando.
Llegué al coche, por suerte abierto, y metí cuidadosamente a los niños. A la niña la acosté en el asiento trasero y al niño, que tendría que ser más valiente, lo recosté en el asiento del copiloto.
La joven. Tenía el deseo de dejarla. Pero no. Una vez más luchaban en mi interior dos fuerzas, aunque era evidente que el latido acelerado de mi corazón seguía venciendo.
Entré nuevamente al cuarto en donde se encontraba la muchacha. Vi una silla que tenía encima un saco, Cristian Dior, unos zapatos italianos y una camisa de buena marca, también. Al parecer, míos. Tomé el pantalón rápidamente para ponérmelo y descubrí en una funda un revolver reluciente. Qué extraño era todo. Me terminé de vestir y no pregunten por qué, me guardé el revolver.
Cubrí a la mujer con las sábanas y la saqué de ahí.

En la niebla estaba perdido, con tres ángeles al borde del sueño eterno en mi coche, sí, creo que era mío.
Volanteaba, frenaba, aceleraba. Y sólo veía niebla.
Horas pasaron, pinos y árboles me susurraron que me rindiera. No les hice caso.
Lo haría, les dije, si no tuviera tres vidas en mis manos.
La desesperación invadió mi cuerpo. Mi mano izquierda volvió a temblar. Tuve que hacer los cambios de velocidades y controlar el timón con mi diestra.
La carretera, la vi, por fin, entré en ella con un rechinido de llantas, ahora sólo quedaba escapar de la espesa y mortal niebla.

martes, 25 de mayo de 2010

El Demonio que Arde (II)

Los sollozos de alguien, de un niño, de dos. Volvieron a construir la realidad de la que cobardemente escapaba. La mujer joven apareció de nuevo. Ahora respiraba, o no. No lo sabía.
En ese momento, me atrajeron más los sollozos que una mujer desnuda y golpeada en la cama.

Caminaba por un cuarto oscuro, descuidado, increíblemente sucio, hasta lama tenía. Esto no era lo más tétrico del asunto.
Los sollozos me condujeron hacia una frágil puerta de madera que al abrirla apareció ante mi temeroso cuerpo, un túnel sumergido en las tinieblas que parecía llevar hasta los mismos infiernos.
Tenté la pared y se hizo la luz, una luz amarillenta que expulsaba un viejo foco que sólo brindaba penumbra a la escalera infernal.
Di un paso y la escalera rechinó, di otro y el sonido se duplicó. Una atmósfera más tenebrosa no podía existir.

Al fin llegué hasta donde las escaleras bulliciosas terminaban.
Por una pequeña ventana, que estaba cubierta con periódico, se colaban algunos hilillos de luz.
Luz.
Y ahí estaban, un par de esqueléticos niños, amarrados. La escena era estremecedora. Sin embargo, algo que no sé cómo explicar exactamente, me ocurrió.
Lo intentaré. Fue como si en mi interior, en un oscuro rincón de mi ser, una llama ardiera con espeluznante perversión. Era algo que estaba ahí dentro, algo que me heló la sangre. Me dejó completamente abrumado.
Pero en mi corazón latía la piedad y el deseo de ayudar a esas pobres criaturas, y ese latido dominó a la llama perversa. La olvidé por completo y sin pensarlo más, tomé a los críos y los llevé arriba.
continuará...

lunes, 17 de mayo de 2010

El Demonio que Arde (I)

Y desperté. Con el rostro bañado en sudor, con el cuerpo lleno de labial carmín y la espalda llena de rasguños, con la carne viva.
Volteé hacia mi derecha y descubrí a una joven de piel blanquecina y cabello alborotado. Tenía serías magulladuras en la piel y su pecho no se movía al ritmo de la vital respiración. ¿Qué hacía allí? Pregúntenselo al dios en el que crean. Porque un simple mortal como yo, no lo sabía.
Mi memoria se había evaporado, no recordaba nada, al menos no tenía recuerdos de los últimos días, meses o años. Todo depende de en qué año, día y mes estábamos.
Sin embargo, tenía presente a mi madre. Lo curioso del asunto es que, mi madre, era lo último que me gustaría tener en la cabeza. Vaya memoria, es una cruel y traidora mujer.
¿Pero por qué la tenía tan presente? No lo sé, de hecho, no sabía qué seguía haciendo ahí, estático en el borde de la cama, con las sábanas revueltas y una mujer joven, al parecer muerta, a mi lado.
Por fin pude escapar de mi inmovilidad y me incliné hacia el cuerpo que yacía junto a mí.
De sus labios emanó un olor que abrió una enorme herida en mi… sí, en mi memoria. Inmensa como un abismo. Y me sorprendió mucho, pero mi madre apareció como un espectro junto a mí. No, como un espectro no, algo aún peor, como un fantasma hecho materia y convertido en persona de carne y hueso. Fumaba uno de sus millares de cigarrillos, tenía pintados los labios con un labial, efectivamente, carmín, de una manera grotesca. Su falda la vestía de una manera que parecía estúpido que la trajera puesta, pues no cubría absolutamente nada.
Al tener esta aparición tan (si es que es posible) “real” ante mis ojos, mis entrañas se revolvieron y mi mano izquierda comenzó a temblar como si tuviera vida propia. Me aparté bruscamente de la joven y cerré los ojos contando hasta tres. Sí, uno, dos, tres. Como cuando era niño y veía a mi madre besando los labios de otros hombres, besando miembros, besando cigarros. Y después rozaba mi frente con un beso de buenas noches con esos mismos labios, los labios de una mujer sucia. Uno, dos, tres. Desapareció. Todo desapareció. Hasta yo mismo.
Primera parte de esta historia. Posteriormente se irán presentand las demás.

miércoles, 12 de mayo de 2010

Historias de Zócalo IV (EL MISTERIO DEL GRAN NAVÍO)

EL MISTERIO DEL GRAN NAVÍO

Vestida de arlequín, relataba mi rutinaria tanda de historias y cuentos. La gente a mi alrededor se aglomeraba y escuchaba, atenta. Los niños reían y de vez en cuando, se asustaban. Los adultos y jóvenes miraban hacia abajo, pues ahora estaba sentada.
De pronto y como si el mar hubiera lanzado un temible rugido, un estruendo inmutó a la multitud, hubo un silencio absoluto. La gente se esparció y comenzó a caminar hacia la playa. Yo me quedé sentada cerca del kiosco, en el suelo, no podía moverme, el sonido me había impresionado.
Había sido un barco, eso era seguro. Entonces, me levanté. Caminé hacia el torrencial de gente. Todos miraban asombrados el gran navío. En mi vida había visto algo similar. Era enorme. En un segundo el cielo se nubló y empezó a llover. La gente empezó a marcharse. Yo me quedé ahí, mirando. Había algo que me atraía. Y no era la magnitud de aquella embarcación.
Al día siguiente caminando por el zócalo, me detuve en un puesto de revistas. Leí como siempre los encabezados de los diarios. Todos anunciaban la llegada del gran navío. Las autoridades marítimas desconocían su procedencia. Intentaron acercarse pero tenía como un escudo que no dejaba acercarse. Me sorprendí, pero no por las noticias. Todo esto me parecía como un deja-vu.
Caminé rumbo a la playa, pero había un gran cúmulo de gente. Sólo podía subirme techo del kiosco y desde ahí, ver. El barco, era gris por donde se viera. Sin ninguna puerta o ventana. De pronto, como si supiera que estaba buscando una entrada, de un costado de la embarcación una puerta se abrió. El tumulto de gente se abrió y se formó haciendo una senda como para que alguien caminara por ahí, es más como si yo fuera la que tuviera que caminar hacia el navío. Y así fue, baje del techo y me encaminé hacia la playa. Un pequeño bote se acercaba. Subí en él. Vi a un hombre de espaldas, conduciéndolo. Con un enorme sombrero de marino y un impermeable amarillo o verde, no recuerdo. Le hablé pero no respondió. Entonces supe hacia dónde me llevaba.
Regresé meses más tarde. La gente me esperaba, ansiosa. Y empecé a contar mis aventuras y los lugares maravillosos y misteriosos a los que había ido, para entonces el zócalo estaba atiborrado de gente ávida de escuchar mis historias.

lunes, 5 de abril de 2010

La Sal

Beberé hasta la última gota
de tus lagrimas
Para evaporarlas en
mi interior
Y ya hechas sal sanar tus heridas.
Fernando Rangel E.

miércoles, 24 de marzo de 2010

Oscuridad Inmensa

Ayer un pájaro herido cayó en la terraza.
Lo tomé y sentí cómo el calor de la vida
Se apagaba en mis manos.

En la tarde viajaba en camión por la lúgubre ciudad
Y vi a través de la ventanilla
Que todo era soledad y miedo.

Como animales en un zoológico la gente vivía aprisionada en sus casas.

La cabeza me daba vueltas y decidí detener mi viaje.
Bajé cerca de una cloaca
En la que el agua negra y la sangre de esta ciudad corrían como un río caudulento.

Entonces la tenue llama de mi esperanza se perdía en la oscuridad inmensa.
Fernando Rangel E.

jueves, 4 de febrero de 2010

Miedo. Miedo. Una tarde lluviosa. Miedo.

Miedo. Miedo. Miedo. La húmeda tarde es gris y al menos por el día de hoy el sol no saldrá, se acerca la noche y con ella la oscuridad, la luna y las estrellas hoy no nos mirarán...
Miedo. Miedo. Miedo.
La sangre que siga cubriendo las aceras, los desiertos, las barrancas, los ayuntamientos, etcétera, no se verá. El cielo oscurece, el sol está allá arriba, lo sé...lo creo, aunque en realidad no lo sé. Espero que esté ahí.
El plomo, el miedo, el miedo, el miedo, el fuego abrasará este país sin piedad. Sólo quedarán cenizas. Miedo. Nadie nos protegerá, no hay sol, rota la luz.
Dios mira, Dios escucha, Dios responde, pero no responde. O no sé cómo responde.
Estoy bien, pero ellos no, ellos sufren por sus hijos perdidos, otros sufren por una bala perdida, a otros no les importa acabar dieciseis, treintaiseis, seis, una vida. Otra cifra más.
El sol, el sol, el sol, la lluvia continúa, dicen que hace frío, pero no lo siento, siento el miedo, sí.
Yo no me puedo proteger, tú no te puedes proteger, necesitamos un protector. Vulnerables somos, no hay duda. La lluvia seguirá, no cesará, incluso si el sol se asoma por una grieta entre las nubes grises.

martes, 19 de enero de 2010

La llama eterna



"Nuestro amor es una llama eterna, en eterno movimiento que ni el viento de la muerte podrá apagar."

lunes, 18 de enero de 2010

Un día decidió dejar todo...

Un día decidió dejar todo. Se dio cuenta que no hacía lo que quería y huyó. Vivía entre las palmeras y el sol. A sus oídos llegaba el lejano rugir del mar. Su morada residía a orilla de la laguna. A veces, iba donde la playa y la laguna se juntaban, caminaba por la orilla y sentía el agua, después se sentaba a contemplar la luz morada del cielo crepuscular. Siempre llegaba después de que el sol ya se había marchado.
Otro día recibió una visita. Un hombre vestido de blanco, con una guayabera, pantalón de lino y un sombrero de paja. Tenía un aspecto amable, pero su mirada era taciturna. Se sentó encima de una piedra, recargó su cabeza en su mano y apoyó su codo en su pierna.
-¿Qué tal?
Miró al hombre de blanco y sintió que ya lo había visto antes.
-¿Cómo te trata la vida por aquí?
Se recostó y se preparó para hablar, pero el hombre de blanco interrumpió.
-A mí también me gusta venir aquí por temporadas, es demasiado tranquilo y hace que me olvide quién soy. ¿Sabes cuál es mi trabajo? No, no creo.
El hombre de blanco sonrió y tomó una fina y pequeña paja que estaba tirada en el suelo. Jugueteó con ella un rato y después se la llevo a los labios.
El otro hombre seguía recostado, trataba de acordarse de dónde conocía al hombre de blanco.
-Yo sé cuál es tu trabajo. Bueno, al menos…cuál era. Cuán difícil te debió haber sido lidiar con esa gente. Trabajar para que sus almas se mantuvieran puras, ayudarles a expulsar sus demonios. ¿Pero y los tuyos? ¿Tú dónde quedabas?
El otro hombre se sentó y tomó otro pedazo de paja, más largo que el de el hombre de blanco. Lo partió a la mitad y lo miró por un tiempo.
-También te olvidabas de ti en la ciudad, pero creías que hacías un bien. Hasta que te hartaste de ese mundo. Te diste cuenta que vivías una vida totalmente nihilista. Huiste, corriste hasta que te encontraste solo en este lugar. Ahora vives aquí, ¿Ya haces lo que en verdad quieres? Porque fue por eso que huiste. Porque no hacías lo que en realidad deseabas.
El otro hombre se levantó.
-No, no hago nada de lo que quiero aún. Pero estoy solo. Ya es algo.
El hombre de blanco se alzó su sombrero y rió.
-Te visitaré seguido por aquí, si es que aguantas otros años más.
-Seguro, aunque quizá me encuentres en la tumba.
El hombre de blanco se levantó y esbozó una sonrisa tranquilizadora.
-Disculpa mi falta de educación pero no me he presentado, mi nombre es… ¿Cómo decirlo?
El hombre de blanco pensó un segundo, después se decidió.
-Nombres tengo muchos, Mefistófeles, Lucifer, Satán, Diablo, pero en realidad no tengo ninguno.
-Yo tampoco tengo nombre.
El hombre de blanco estiró su mano, el otro hombre la estrechó al mismo tiempo que el hombre de blanco se esfumó frente a sus ojos.
El otro hombre se levantó y caminó por la orilla de la laguna hasta llegar al mar. Esta vez sí miró la caída del sol.