2010

Hola, bienvenidos a esta trinchera, si es que hay alguien que viene...los fantasmas inexistentes y yo les damos la bienvenida. Un saludo y déjense sumergir en las entrañas...

viernes, 19 de noviembre de 2010

El Demonio que Arde (VIII)

Blanco.
Cuadros como colchones blancos. Cuatro paredes.
No podía mover mis manos. No podía taparme los ojos. Estaba como atado. ¿Es que todo había desaparecido de verdad? ¿Es por eso que no podía ver mis manos? Pero podía caminar. Así que caminé y choqué contra los cuadros acolchonados. Cerré los ojos y grité. Quería seguir caminando pero me lo impedían los malditos colchones blancos. Caminaba y caminaba pero no avanzaba. Después de horas de intentarlo inútilmente me tiré al suelo a llorar.
Y apareció de nuevo. Con su cigarrillo y su falda inservible. Me tomó en su regazo y comenzó a cantar una canción de cuna.
Lento.
Lentamente todo se fue desmoronando, los cuadros blancos, mis ataduras o camisa de fuerza, los brazos de mi madre. Yo.
Desaparecí, esta vez, para no volver a aparecer más. La llama se apagó y yo cerré los ojos para siempre.
O al menos los ojos de mi mente…

jueves, 28 de octubre de 2010

El Demonio que Arde (VII)

Llegamos al palacio del rey. Pasamos el lago y el puente. Los leones ladraban y yo sólo los miré con indiferencia. El rey estaba sentado en su trono, sus guardias me inspeccionaron los bolsillos, me quitaron mi espada, bueno, mi revolver. El rey me miraba entre molesto y desconcertado. Yo lo miraba tratando, inútilmente, de recordar. ¿Araña? Solté, antes de escuchar cualquier cosa de sus labios. Los guaruras se pusieron incómodos, uno tosió nervioso. Araña o el rey se enmudeció más, si se puede. Con un ademán dio la orden para que los guaruras salieran. Y salieron.

Araña se sentó en su enorme sillón. Me dio la espalda y la oficina empezó a llenarse de humo que expulsaba un grueso puro acababa de prender.
¿Qué haces aquí cabrón?
¿Qué te puedo decir? Pensé. Se me borró la memoria y estoy tratando de construirla a base de relatos de gente conocida pero olvidada por mi mente. Esto también lo pensé.
Se dio la vuelta y antes de que dijera cualquier cosa, le dije. No sé. Eso he venido a averiguar.
De pronto fue como si los pulmones se le hubieran llenado de cáncer y tosió como un enfermo. Se dio la vuelta y puso sus manos en el escritorio.
No debes estar aquí. ¿Dónde mierda están los Esquivel? Ya te los chingaste pinche loco ¿verdad? Me señaló una nota en el periódico que rezaba: “Los niños Esquivel siguen sin aparecer, a un mes de su secuestro.”
Vi la fotografía en el periódico. Entonces recordé algo, recordé a los niños que salvé.
Yo…
¿Pagaron el rescate?
Mi cabeza daba vueltas y vueltas, era una espiral violenta que no concedía pausas para pensar qué demonios estaba pasando.
¡Te estoy hablando cabroncito! ¿Dónde está el dinero? Gritaba Araña, al parecer, irritado.
Me senté en la silla. Y sentí como poco a poco todo lo que empezaba a asimilar desde el día que desperté en la cama de esa cabaña al lado de la joven amordazada, desaparecía, se iba desvaneciendo o mejor dicho iba cayendo en un hoyo profundo y oscuro que no tenia final.Me tallé los ojos con las manos, traté de decir algo pero todas las palabras, todas las ideas, todos los recuerdos y pensamientos se conglomeraron en mi lengua creando un muro que no me dejó ni balbucear.
Araña seguía soltando palabras pero no podía escucharlas, sólo escuchaba una algarabía de voces y un interminable zumbido. Yo lo veía con una cara de terrible confusión.Araña soltó un último grito y acto seguido se tiró al suelo, volteé hacia la ventana y vi como era detonada en mil pedazos, varios disparos entraron a la oficina. Me tiré yo también al suelo y entonces escuché lo que Araña gritaba.
Que me cubriera.
Un hombre tiró la puerta, vació su AK 47 contra el escritorio. Araña le correspondió con una descarga de su revolver.
El enfrentamiento acabó con el hoyo en la cabeza del hombre de la puerta y sus sesos pintados en la pared.
Araña me llamó y dijo que le ayudara a salir de ahí, tenía su pierna derecha destrozada por los disparos. Gemía de dolor. Me dio mi revolver, ahora, no tan reluciente y lo saqué como pude.
Dos gorilas armados disparaban afuera en el pasillo, no sabía si eran de los nuestros pero los acribillé con la maestría de un pistolero del viejo oeste.
Araña cayó al suelo y se retorcía adolorido. Encárgate de esos hijos de la chingada y después vienes por mí.
Asentí y como si estuviera acostumbrado a recibir órdenes.
Masacré a toda persona que estaba ahí. Algunos rogaban que me detuviera, que eran de los míos. No me importó. La llama de la que les hablé letras atrás había surgido del cofre oscuro en el que impaciente aguardaba y me consumió en su aquelarre. Sentí como ardía en cada partícula de mi ser, sentí como me dominaba.
Los casquillos de las diversas armas que tomaba cuando una no me servía, caían al suelo creando toda una orquesta de sensaciones que hacían vibrar mi corazón muerto y que evocaban en mi rostro una mueca de satisfacción mefistofélica.
Terminé cubierto de sangre. Regresé con Araña. Habla…háblale a… Antes de que terminara su frase, que me importaba un carajo, lo cubrí de plomo. Lo que quedó ahí no era un cuerpo humano, eran cenizas de un infierno en el que yo reinaba con poder y gloria. Era mi imperio de destrucción y yo era el demonio que ardía.

Sangre. Cubierto de sangre me senté, suspiré y conté hasta tres. Uno, dos, tres. Todo volvió a desaparecer.

miércoles, 29 de septiembre de 2010

El Demonio que Arde (VI)

Manejaba mi Jaguar. Si esto fuera una película, veríamos un flashback de mí dándole unos billetes a Mario, y él rechazándolos. Pero al final los aceptaba porque le decía que era su pago por todos los días que me cuidó. Unas lágrimas se desbordaron de sus cataratas. Antes de que me contagiara, escapé.
Regresamos a mí, manejando el Jaguar. Con una hoja y una dirección en la mano.
En realidad no sabía a dónde iba, pues no recordaba los nombres de las calles ni dónde quedaba cada cual.
Pero mi desorientación no era lo más interesante en ese momento, si no una camioneta negra polarizada que desde hacía algunos cientos de metros me seguía cautelosamente.
Frené y me detuve en una acera. La camioneta sorprendida de mi acción, me rebasó y se detuvo metros más adelante. Yo me quedé dentro del coche a la espera de la persona que le interesaba seguirme. Bajó un enorme hombre, de barba de candado y una panza que parecía desbordarse del cuerpo al que pertenecía. Me miró quitándose los lentes oscuros. Una inmensa curiosidad invadía su rostro. Y el mío por supuesto.
Caminó hacía mí y al fin se detuvo a mi lado. Yo tenía el cristal de mi puerta subido. Lo miraba como tratando de escarbar un recuerdo de él en mi enterrada memoria. El hombre tocó la ventanilla e hizo un gesto para que la bajara. Yo accedí a su petición.
¿José? Dijo él y el movimiento de sus labios descubrió el par de dientes de enfrente cubiertos de oro. ¿Sí? Respondí. ¿Qué haces aquí? Dijo él como si yo tuviera que estar ocupándome de asuntos más importantes que estar buscando respuestas sobre mi pasado. Eso quisiera saber. Le dije pensando en voz alta. El hombre me miró con un gesto de extrañeza. ¿Sabes dónde vive Araña? El hombre cambió totalmente su semblante, balbuceó algo y terminó por decir: Sígueme, seguro te va a querer ver.
El hombre arrastró sus pesadas piernas hacia su camioneta, se subió y arrancó. Yo hice lo mismo. Lo seguí.

domingo, 29 de agosto de 2010

Intermedio

Si tuviera el suficiente valor me inyectaría una sobredosis de heroína, tocaría rock and roll, tendría muchas mujeres, bebería vino hasta extasiar mis párpados, blasfemaría y negaría. Pero no. Sólo soy el que escribe estas palabras en un cuarto desordenado.

viernes, 9 de julio de 2010

El Demonio que Arde (V)

Alguien daba un sermón. Las bancas carcomidas por las polillas del tiempo, sostenían los cuerpos de unos pocos fieles.
Mi mirada recorrió el pequeño espacio que era utilizado como iglesia. Nadie me era familiar. Me disponía a partir cuando una arrugada y huesuda mano se posó en mi hombro con la calidez de un viejo amigo. Me volteé y lo vi. Un anciano encorvado, con cataratas en los ojos y las grietas de toda una vida en su piel. Joselito. Me dijo. Y ahí apareció, sentada en una banca, con la cintura torcida para no dejar de verme. Mi madre. Sonreía repugnantemente.
El anciano sin más prólogo me abrazó. ¿Cómo has estado? ¿Qué ha sido de ti? Veo que te ha ido bien. Estás bien grande. Si a ti se te graban estas frases porque seguro las leerás, a mí se me revolvieron en la mente creando una espesa masa que mi cerebro no pudo digerir.
¿Quién es usted? Escupí. Soy Mario, ¿no te acuerdas de mí?, ¿Para qué le miento? Pensé. No, le respondí. Te traía aquí de chiquito, a escuchar la palabra de Dios. Alguien que me reconoce, al fin. Volví a pensar, si se puede decir, alegre.
Yo tenía una tienda y te iba a cuidar cuando tu mamá salía. Decía Mario.
Mi mamá, apareció, usando su biblia como cenicero. Reía. Tenía ganas de…
Y siempre iban a jugar, Paquito, Jorge y Araña contigo. Aunque más que nada iban por dulces. Seguía contando mi nano Mario.
Paquito, Jorge y Araña, seguro eran de mi edad más o menos. Y seguro sabían en qué me convertí después de jugar con ellos en la tienda de Mario. Seguro sabían más que el anciano.
¿Y dónde están ellos? Pregunté, sin más.
Mario suspiro con una triste nostalgia.
Paco, lo mataron. Jorge dicen que se peló pa’l norte. Y Araña vive en una casotota en las afueras del puerto. Recitó el viejo con melancolía.
¿Tiene su dirección?

lunes, 7 de junio de 2010

El Demonio que Arde (IV)

No pregunten cómo, porque es irrelevante, llegué al hospital.
Encamillaron a los tres mancebos y los condujeron a urgencias. Después, huí. Tampoco pregunten por qué. No lo sabía. Sentí como si todos me atormentaran con sus miradas inquisitivas.
Huí, porque un alivio me empujó a irme.
No sabía dónde estaba. Pero era una ciudad triste y gris. Y si después supe el nombre, no lo mencionaré. Tenlo presente.

En un restaurante, bebía leche fría. ¿No quiere un galón mejor? Me dijo la obesa mesera que me llevaba mi veinteavo vaso de fría leche.

Caminé por la calle, y la noche me alcanzó. Me senté en una banqueta y me puse a mirar las luces de las farolas, de los anuncios de neón, de los coches al pasar.
Mi mente estaba en blanco, sólo, guardado estaba el desagradable recuerdo del cual no quiero hablar.

El Sur. El Puerto con sus violentas olas teñidas de sangre. Ahí pasé mi infancia. ¿Cuántos años se borraron de mis recuerdos?
No había dormido toda la noche anterior. Viajé como dieciocho horas. Estaba exhausto. Por suerte, mi cartera, repleta de dinero podía sustentarme un buen rato.
Empezaba a sentir el húmedo calor. Reconocí las palmeras en los camellones de la costera. Me detuve a cargar gasolina. Ya cuando la despachadora, que no dejaba de lanzarme miradas provocadoras, me dijo la cantidad que le debía. Saqué mi cartera y recordé mi nombre. Lo vi tatuado en mi licencia de conducir. Si te interesa me llamaba: José Guadalupe Maldonado Cruz. Un nombre más común no podía tener. Pagué y me largué de ahí. La sonrisa desagradable de la despachadora me despidió a través de el espejo retrovisor.

Llegué al barrio. Sí, el de mi niñez. Todo era igual, si no es que decadente. Recordaba las antiguas casas humildes recién pintadas, ahora, todo se reducía a graffitis y cuarteaduras. Caminé y llegué a donde solía ser mi hogar. Ahora, un terreno abandonado. Entré y me sumergí en los escombros de una infancia de la cual sería mejor no acordarse. Aquí no encontraría respuestas. Ya que los muertos no hablan y estaba de pie sobre un cementerio.

jueves, 27 de mayo de 2010

El Demonio que Arde (III)

Arriba, ahí me quedé, de nuevo, estático. ¿Qué hacía? ¿A dónde los llevaba? Ni siquiera sabía en qué lugar estaba, ni lo que ahí hacía.
Una puerta.
Corrí y como si fuera un héroe, pateé la puerta que vi y salí a un bosque. Estaba en la nada. Miraba hacia todos lados y sólo veía niebla y las copas de los árboles, que como monstruos se reían de mí.
De pronto una parte de la niebla se abrió y pude ver un lujoso coche negro. Mi salvación. La salvación de los niños.
Mis piernas comenzaron a temblar. Del frío. Me descubrí en ropa interior, con el pecho descubierto y emanando humo blanco.
No me importó, mi corazón seguía latiendo, anhelando proteger a los pequeños que llevaba cargando.
Llegué al coche, por suerte abierto, y metí cuidadosamente a los niños. A la niña la acosté en el asiento trasero y al niño, que tendría que ser más valiente, lo recosté en el asiento del copiloto.
La joven. Tenía el deseo de dejarla. Pero no. Una vez más luchaban en mi interior dos fuerzas, aunque era evidente que el latido acelerado de mi corazón seguía venciendo.
Entré nuevamente al cuarto en donde se encontraba la muchacha. Vi una silla que tenía encima un saco, Cristian Dior, unos zapatos italianos y una camisa de buena marca, también. Al parecer, míos. Tomé el pantalón rápidamente para ponérmelo y descubrí en una funda un revolver reluciente. Qué extraño era todo. Me terminé de vestir y no pregunten por qué, me guardé el revolver.
Cubrí a la mujer con las sábanas y la saqué de ahí.

En la niebla estaba perdido, con tres ángeles al borde del sueño eterno en mi coche, sí, creo que era mío.
Volanteaba, frenaba, aceleraba. Y sólo veía niebla.
Horas pasaron, pinos y árboles me susurraron que me rindiera. No les hice caso.
Lo haría, les dije, si no tuviera tres vidas en mis manos.
La desesperación invadió mi cuerpo. Mi mano izquierda volvió a temblar. Tuve que hacer los cambios de velocidades y controlar el timón con mi diestra.
La carretera, la vi, por fin, entré en ella con un rechinido de llantas, ahora sólo quedaba escapar de la espesa y mortal niebla.