2010

Hola, bienvenidos a esta trinchera, si es que hay alguien que viene...los fantasmas inexistentes y yo les damos la bienvenida. Un saludo y déjense sumergir en las entrañas...

jueves, 27 de mayo de 2010

El Demonio que Arde (III)

Arriba, ahí me quedé, de nuevo, estático. ¿Qué hacía? ¿A dónde los llevaba? Ni siquiera sabía en qué lugar estaba, ni lo que ahí hacía.
Una puerta.
Corrí y como si fuera un héroe, pateé la puerta que vi y salí a un bosque. Estaba en la nada. Miraba hacia todos lados y sólo veía niebla y las copas de los árboles, que como monstruos se reían de mí.
De pronto una parte de la niebla se abrió y pude ver un lujoso coche negro. Mi salvación. La salvación de los niños.
Mis piernas comenzaron a temblar. Del frío. Me descubrí en ropa interior, con el pecho descubierto y emanando humo blanco.
No me importó, mi corazón seguía latiendo, anhelando proteger a los pequeños que llevaba cargando.
Llegué al coche, por suerte abierto, y metí cuidadosamente a los niños. A la niña la acosté en el asiento trasero y al niño, que tendría que ser más valiente, lo recosté en el asiento del copiloto.
La joven. Tenía el deseo de dejarla. Pero no. Una vez más luchaban en mi interior dos fuerzas, aunque era evidente que el latido acelerado de mi corazón seguía venciendo.
Entré nuevamente al cuarto en donde se encontraba la muchacha. Vi una silla que tenía encima un saco, Cristian Dior, unos zapatos italianos y una camisa de buena marca, también. Al parecer, míos. Tomé el pantalón rápidamente para ponérmelo y descubrí en una funda un revolver reluciente. Qué extraño era todo. Me terminé de vestir y no pregunten por qué, me guardé el revolver.
Cubrí a la mujer con las sábanas y la saqué de ahí.

En la niebla estaba perdido, con tres ángeles al borde del sueño eterno en mi coche, sí, creo que era mío.
Volanteaba, frenaba, aceleraba. Y sólo veía niebla.
Horas pasaron, pinos y árboles me susurraron que me rindiera. No les hice caso.
Lo haría, les dije, si no tuviera tres vidas en mis manos.
La desesperación invadió mi cuerpo. Mi mano izquierda volvió a temblar. Tuve que hacer los cambios de velocidades y controlar el timón con mi diestra.
La carretera, la vi, por fin, entré en ella con un rechinido de llantas, ahora sólo quedaba escapar de la espesa y mortal niebla.

martes, 25 de mayo de 2010

El Demonio que Arde (II)

Los sollozos de alguien, de un niño, de dos. Volvieron a construir la realidad de la que cobardemente escapaba. La mujer joven apareció de nuevo. Ahora respiraba, o no. No lo sabía.
En ese momento, me atrajeron más los sollozos que una mujer desnuda y golpeada en la cama.

Caminaba por un cuarto oscuro, descuidado, increíblemente sucio, hasta lama tenía. Esto no era lo más tétrico del asunto.
Los sollozos me condujeron hacia una frágil puerta de madera que al abrirla apareció ante mi temeroso cuerpo, un túnel sumergido en las tinieblas que parecía llevar hasta los mismos infiernos.
Tenté la pared y se hizo la luz, una luz amarillenta que expulsaba un viejo foco que sólo brindaba penumbra a la escalera infernal.
Di un paso y la escalera rechinó, di otro y el sonido se duplicó. Una atmósfera más tenebrosa no podía existir.

Al fin llegué hasta donde las escaleras bulliciosas terminaban.
Por una pequeña ventana, que estaba cubierta con periódico, se colaban algunos hilillos de luz.
Luz.
Y ahí estaban, un par de esqueléticos niños, amarrados. La escena era estremecedora. Sin embargo, algo que no sé cómo explicar exactamente, me ocurrió.
Lo intentaré. Fue como si en mi interior, en un oscuro rincón de mi ser, una llama ardiera con espeluznante perversión. Era algo que estaba ahí dentro, algo que me heló la sangre. Me dejó completamente abrumado.
Pero en mi corazón latía la piedad y el deseo de ayudar a esas pobres criaturas, y ese latido dominó a la llama perversa. La olvidé por completo y sin pensarlo más, tomé a los críos y los llevé arriba.
continuará...

lunes, 17 de mayo de 2010

El Demonio que Arde (I)

Y desperté. Con el rostro bañado en sudor, con el cuerpo lleno de labial carmín y la espalda llena de rasguños, con la carne viva.
Volteé hacia mi derecha y descubrí a una joven de piel blanquecina y cabello alborotado. Tenía serías magulladuras en la piel y su pecho no se movía al ritmo de la vital respiración. ¿Qué hacía allí? Pregúntenselo al dios en el que crean. Porque un simple mortal como yo, no lo sabía.
Mi memoria se había evaporado, no recordaba nada, al menos no tenía recuerdos de los últimos días, meses o años. Todo depende de en qué año, día y mes estábamos.
Sin embargo, tenía presente a mi madre. Lo curioso del asunto es que, mi madre, era lo último que me gustaría tener en la cabeza. Vaya memoria, es una cruel y traidora mujer.
¿Pero por qué la tenía tan presente? No lo sé, de hecho, no sabía qué seguía haciendo ahí, estático en el borde de la cama, con las sábanas revueltas y una mujer joven, al parecer muerta, a mi lado.
Por fin pude escapar de mi inmovilidad y me incliné hacia el cuerpo que yacía junto a mí.
De sus labios emanó un olor que abrió una enorme herida en mi… sí, en mi memoria. Inmensa como un abismo. Y me sorprendió mucho, pero mi madre apareció como un espectro junto a mí. No, como un espectro no, algo aún peor, como un fantasma hecho materia y convertido en persona de carne y hueso. Fumaba uno de sus millares de cigarrillos, tenía pintados los labios con un labial, efectivamente, carmín, de una manera grotesca. Su falda la vestía de una manera que parecía estúpido que la trajera puesta, pues no cubría absolutamente nada.
Al tener esta aparición tan (si es que es posible) “real” ante mis ojos, mis entrañas se revolvieron y mi mano izquierda comenzó a temblar como si tuviera vida propia. Me aparté bruscamente de la joven y cerré los ojos contando hasta tres. Sí, uno, dos, tres. Como cuando era niño y veía a mi madre besando los labios de otros hombres, besando miembros, besando cigarros. Y después rozaba mi frente con un beso de buenas noches con esos mismos labios, los labios de una mujer sucia. Uno, dos, tres. Desapareció. Todo desapareció. Hasta yo mismo.
Primera parte de esta historia. Posteriormente se irán presentand las demás.

miércoles, 12 de mayo de 2010

Historias de Zócalo IV (EL MISTERIO DEL GRAN NAVÍO)

EL MISTERIO DEL GRAN NAVÍO

Vestida de arlequín, relataba mi rutinaria tanda de historias y cuentos. La gente a mi alrededor se aglomeraba y escuchaba, atenta. Los niños reían y de vez en cuando, se asustaban. Los adultos y jóvenes miraban hacia abajo, pues ahora estaba sentada.
De pronto y como si el mar hubiera lanzado un temible rugido, un estruendo inmutó a la multitud, hubo un silencio absoluto. La gente se esparció y comenzó a caminar hacia la playa. Yo me quedé sentada cerca del kiosco, en el suelo, no podía moverme, el sonido me había impresionado.
Había sido un barco, eso era seguro. Entonces, me levanté. Caminé hacia el torrencial de gente. Todos miraban asombrados el gran navío. En mi vida había visto algo similar. Era enorme. En un segundo el cielo se nubló y empezó a llover. La gente empezó a marcharse. Yo me quedé ahí, mirando. Había algo que me atraía. Y no era la magnitud de aquella embarcación.
Al día siguiente caminando por el zócalo, me detuve en un puesto de revistas. Leí como siempre los encabezados de los diarios. Todos anunciaban la llegada del gran navío. Las autoridades marítimas desconocían su procedencia. Intentaron acercarse pero tenía como un escudo que no dejaba acercarse. Me sorprendí, pero no por las noticias. Todo esto me parecía como un deja-vu.
Caminé rumbo a la playa, pero había un gran cúmulo de gente. Sólo podía subirme techo del kiosco y desde ahí, ver. El barco, era gris por donde se viera. Sin ninguna puerta o ventana. De pronto, como si supiera que estaba buscando una entrada, de un costado de la embarcación una puerta se abrió. El tumulto de gente se abrió y se formó haciendo una senda como para que alguien caminara por ahí, es más como si yo fuera la que tuviera que caminar hacia el navío. Y así fue, baje del techo y me encaminé hacia la playa. Un pequeño bote se acercaba. Subí en él. Vi a un hombre de espaldas, conduciéndolo. Con un enorme sombrero de marino y un impermeable amarillo o verde, no recuerdo. Le hablé pero no respondió. Entonces supe hacia dónde me llevaba.
Regresé meses más tarde. La gente me esperaba, ansiosa. Y empecé a contar mis aventuras y los lugares maravillosos y misteriosos a los que había ido, para entonces el zócalo estaba atiborrado de gente ávida de escuchar mis historias.